He estado desde mi blog La Pregunta ofreciéndole consejos al joven Presidente nuestro, sin que éste lo haya pedido, y como ocurre siempre es posible que no merezca caso alguno. Los rufianes que tanto abundan en la política suelen calificar esas iniciativas de un modo desconsiderado: “Por estar de fresco, se mete en camisa de once varas, porque eso no le concierne.” Es su manera burda de calificar la ocurrencia, que a mí nunca me ha intimidado las otras veces que lo supe hacer.
Lo de hoy corresponde a aquel tiempo de transición del año 1978. Almorzaba en mi casa cuando mi esposa, Q.E.P.D., me dijo que tenía una llamada del Presidente electo, don Antonio Guzmán Fernández.
En efecto, era la primera y sería la única vez que hablara con aquel hombre, sencillo y bueno, con el cual tenía una relación de amistad algo distante, de mucho tiempo, de cuando yo era sembrador de arroz en el final de la década de los años ´50.
Fui en la tarde de su invitación a visitarle en la casa donde residía temporalmente en el ensanche El Millón. Una vez allí, pude confirmar la bonhomía y decencia de Antonio Guzmán Fernández cuando me dijo que había recibido de parte del secretario de las Fuerzas Armadas, el general Juan René Beauchamp Javier, un mensaje para ayudar en la preparación de los cambios que entrañaba el paso al nuevo gobierno.
Me dijo, además, el Presidente electo, que esas cuestiones eran sensibles y que él aprobaba la decisión del militar de que yo fuera el único emisario que pudiera transmitirle cuanto fuera necesario sobre cuestiones fundamentales, porque él no confiaba en aquellos momentos en hacerlo con otras personas. Don Antonio me dijo: “Yo también considero que es mejor así, porque después de todo lo que ha pasado creo en su buena fe. ¡Cuántas cosas, doctor, se envuelven en esta política! Usted que nos combatió en la Junta fue el que más nos defendió cuando la cosa se puso agria y peligrosa.”
Y recuerdo, no sin tristeza, que también me dijo: “Es que la política es complicada y a veces uno no sabe bien quién es el amigo ni el enemigo, si está dentro o está fuera.”
Ese juicio último de aquel hombre bueno me penetró hondamente cuatro años después, cuando él mismo dispusiera irse de la vida por sus propias manos, drama éste que se produce siempre en medio de tristes desengaños. Fue como si me repitiera aquella observación nuevamente.
Sin embargo, la reunión de aquella tarde que refiero fue muy armoniosa y yo me permití hacerle algunas explicaciones de mis empeños y le hablé, además, de la noche peligrosa del 16 de mayo, contándole el episodio de medianoche con el presidente Balaguer, en presencia de los generales Beauchamp Javier y Nivar Seijas y las reacciones del Presidente ante la información que yo le diera, de que se estaba produciendo un golpe de Estado, cuando él pasó a preguntarme: “¿Y el campo, cómo ha votado?” Le respondí: “Parece que es en todas partes el problema.” El agregó: “¿Monseñor O´ Reilly ha dicho algo?” Y yo le respondí: “No lo sé.”
Al salir de la reunión llegaba el vicepresidente electo, Jacobo Majluta, con quien sostuve siempre relaciones muy agradables por nexos indirectos de familiaridad política.
Recuerdo que con su buen humor de siempre en la puerta de salida cuando me iba me dijo sonriente: “Dile a la prima -así le llamaba a mi esposa- que no se olvide de mí cuando prepare sus quipes, que tienen fama.”
Ambos eran descendientes de familias árabes radicadas hacía décadas en nuestro país, como lo es el actual Presidente nuestro.
Pero, dominicanos intachables en el amor por nuestra tierra.
Esa noche de la tragedia, antes de dormirme pensé hondamente en los zigzag tremendos de las decepciones en la vida pública y cómo nos expone ésta a errores y desavenencias estériles, que sólo se llegan a ver en su inutilidad con el paso del tiempo, porque se derivan de incomprensiones intransigentes, que a la postre terminan por convertirse en lamentables errores por haber desoído aquellos consejos tenidos como maliciosos e interesados, que no fueron otra cosa que advertencias muy nobles de quien quizás menos se esperaba.
Por eso es que al llegar al otro lado de la colina de la vida se comprenden plenamente esas cosas y uno se atreve a aconsejar sanamente, sin importar las venenosas interpretaciones.
Hoy recuerdo, además, a Joaquín Balaguer, que tan serenamente soportó aquel ríspido discurso que don Antonio pronunciara en la Asamblea cuando asumía la presidencia y cómo la vida nos enseñó que aquel hombre de Estado pudo terminar por ser el defensor más confiable de la familia de aquel presidente tan útil, que fuera víctima de inmediaciones y deslealtades tóxicas de algunos de sus compañeros fundamentales.
Lecciones como esa son las que más alientan al atrevimiento de aconsejar a un presidente joven que tenga mucho cuidado y esmero en el manejo de la complicada transición que le aguarda e el año ´28, cuando estará necesariamente inmerso en la soledad que siempre padecen los presidentes salientes, cuando los cálculos de la ventaja política han renegado de las lealtades y el respeto ofrecidos en “tiempos mejores de poder.”
Al Presidente Abinader, pues, le advierto que ese tipo de tormenta demanda la fe inconmovible de que Dios está al mando