Juan Ariel Jiménez
Santo Domingo, RD
Gobernar nunca ha sido tarea sencilla, pero en las últimas décadas se ha tornado más complicado por el desfase entre las crecientes necesidades de la población y los lentos tiempos de respuesta de los gobiernos. Esto ocurre en la mayoría de los países, sobre todo si son democracias liberales con adecuados controles y contrapesos.
Ante esto, es normal que los gobiernos busquen alternativas para hacer más ágil y efectivo el accionar público, y es en el ámbito de la actividad privada donde han encontrado un instrumento con características interesantes: el fideicomiso.
En un fideicomiso público el Estado aporta bienes públicos (terrenos, fondos del presupuesto, entre otros) para que un tercero (la fiduciaria) los administre y se asegure de lograr el objetivo social encomendado en el contrato.
En estos días se ha generado en el país un amplio debate en torno al tema, a raiz de la discusión de un proyecto de ley de fideicomisos públicos en la Cámara de Diputados, luego de ser aprobado por el Senado. Pocas personas han censurado la figura del fideicomiso público; las observaciones han sido a aspectos puntuales del proyecto de ley pues, como dice la sabiduría popular, el diablo está en los detalles.
Las críticas más importantes se pudieran resumir en que un fideicomiso público no debe estar exento del cumplimiento de los controles establecidos en el derecho público, por ejemplo el régimen de contrataciones públicas establecido en la Ley núm. 340-06, lo dispuesto en la ley 6-06 entorno a la deuda pública, el esquema de gestión de empleados públicos de la Ley núm. 41-08, entre otros.
El riesgo de sacar a los fideicomisos gubernamentales del ámbito del derecho público es que se estaría creando un gobierno paralelo con menos controles y con regulación más flexible. En ese sentido, usaré el fideicomiso Pro-Pedernales de ejemplo.
Si el gobierno quisiera construir el malecón de Pedernales por la vía tradicional, probablemente tendría que endeudarse para desarrollar esta infraestructura, para lo cual debería previamente obtener la aprobación del Congreso y convencer a una población cada vez más escéptica de los préstamos.
De igual forma, el gobierno tendría que incluir esta inversión en la ley de presupuesto que envía al Congreso cada año, el Ministerio de Obras Públicas tendría que llamar a una licitación pública, publicarlo en el Portal Transaccional, dar oportunidad a que todas las empresas de construcción participen en la licitación, declarar un ganador y estar dispuesto a enfrentar cualquier recurso en caso de que una de las empresas entienda se cometió alguna falta en la licitación.
Por el contrario, si el gobierno decide realizar el malecón de Pedernales a través del fideicomiso Pro-Pedernales, basta con que la fiduciaria obtenga un préstamo y realice un proceso competitivo según lo establecido en el reglamento interno del propio fideicomiso. Este mecanismo es más sencillo, pero escapa de dos aprobaciones congresuales (endeudamiento y presupuesto), se desentiende de varios elementos de evaluación de la inversión y control interno del gobierno, y muy especialmente implica que la población no se entera ni del nuevo endeudamiento ni del uso de los fondos públicos.
En este punto, es válido preguntarse si los pasivos del fideicomiso Pro-Pedernales son deuda pública. Una forma de reflexionar sobre el tema es haciendo otra pregunta, ¿qué pasa si los ingresos del fideicomiso Pro-Pedernales no dan para el repago de la deuda? En este caso, el gobierno debe decidir si entrega a los prestamistas los bienes del fideicomiso (el terreno de Pedernales) o inyecta recursos del presupuesto para evitar perder esos terrenos.
Si deja perder los terrenos, abandona el desarrollo turístico de Pedernales y el fideicomiso nunca tuvo razón de ser. Si decide rescatar el fideicomiso, actuó como pagador último de las deudas del fideicomiso, por tanto siempre fue deuda pública.
El tema de la deuda es delicado, pues este financiamiento fuera de la hoja de balance gubernamental puede llevar a sobreendeudamiento y eventuales crisis fiscales, con costos muy altos para la población. En ese sentido, hay que admitir que tanto los fideicomisos pasados como los recientes tienen este problema de reconocimiento de la deuda, pero una ley de fideicomisos públicos debe corregir errores, no institucionalizar y generalizar las prácticas erradas.
Ejercicios comparativos como el anterior se pudieran hacer con otros elementos del derecho público, como la ley de función pública, la ley de libre acceso a la información, entre otras.
Las observaciones anteriores no implican que el fideicomiso público no es un buen mecanismo para el despegue turístico de Pedernales, y mucho menos que alguien se opone a este desarrollo. Los señalamientos anteriores indican que el fin no justifica los medios, y que el uso del fideicomiso público con las flexibilidades que permite el proyecto de ley ciertamente da mucha libertad, pero a costo de menos transparencia y pocos controles.
En definitiva, la regulación de los fideicomisos públicos es muy importante, sobre todo dado el alto dinamismo que ha tenido la figura en años recientes. Solo en el 2021 el gobierno transfirió a varios fideicomisos la suma de 16,816 millones de pesos, monto superior al presupuesto de 13 ministerios.
Ante este marcado interés, y reconociendo el importante rol que pueden jugar los fideicomisos en un Estado necesitado de dar respuestas a las demandas ciudadanas, es altamente necesario una buena ley de fideicomisos públicos, pero una ley que regule los fideicomisos en el marco del derecho público, no que los exima del mismo.