AFP
Turquía
Algunos apenas duermen o temen los espacios interiores. Otros han desarrollado un intenso miedo a las montañas que antes les proporcionaban consuelo y bienestar.
En el sur de Turquía, a los pies del acantilado que domina Antakya, la angustia y el malestar atormentan todavía a los supervivientes del terremoto que provocó al menos 50.000 muertos en febrero.
Este sentimiento de angustia no los abandona desde la noche del 6 de febrero, en la que perdieron todo: casa, familia y, en muchos casos, el empleo.
Cuma Zobi conoce bien esta sensación. Este agente de seguridad de 38 años se despertó a causa de las enormes rocas que se preocipitaron sobre su casa.
La pequeña construcción de ladrillo ofrece ahora un enorme agujero a modo de puerta.
Su vehículo quedó sepultado por las piedras y tres de sus hijos, ensangrentados, tuvieron que salir arrastras de su habitación tras el temblor, ocurrido antes del amanecer.
Rocas de mayor tamaño se desprendieron después por el efecto de la lluvia o de las múltiples réplicas de la sacudida inicial.
“Nadie se atreve a entrar a una casa”, explica Zobi frente a la suya, destrozada. “Incluso si duermes en una tienda, vuelves a pensar en ello, le das vueltas, hasta en sueños. Será difícil librarse de este miedo”, afirma.
“Estrés agudo”
El psiquiatra Eralp Turk intenta curar esos traumas recorriendo voluntariamente la zona siniestrada, con un botiquín de medicamentos y una libreta en la que anota las angustias de sus pacientes.
Es uno de los miles de voluntarios que acudieron a Antakya, la antigua Antioquía, golpeada como ninguna otra ciudad por la peor catástrofe ocurrida en la Turquía moderna.
El treintañero visita a una quincena de personas cada día, a partir de una lista suministrada por los servicios sociales de la provincia.
Algunos damnificados se sienten inhibidos de abrirse ante un desconocido.
“Yo no insisto. Sólo propongo”, dice Eralp Turk al volante de su coche.
“Los síntomas más habituales son el estrés agudo, la tristeza y la reactivación de antiguos problemas psiquiátricos”, explica.
“Pero cada catástrofe es distinta. Cada región y sus habitantes tienen sus especifidades. La cultura y las tradiciones desempeñan también un papel”, agrega.
“Irascibles o agresivos”
La montaña que Nuriye Dagli adoraba se ha convertido en una fuente de estrés desde que el desprendimiento de sus rocas casi le cuesta la vida.
“Fuimos una familia afortunada”, explica la mujer de 67 años en de las tiendas donde vive ahora la mayoría de habitantes de la región.
“Nos sentábamos al pie de la montaña, los niños jugaban”, lamenta. “Incluso cuando estaba sola, no tenía miedo”.
Pero eso quedó atrás. “Un psiquiatra vino una vez. Creo que ayudó”, matiza la mujer, sin demasiada convicción.
Aysen Yilmaz, un trabajador social, serpentea también entre los poblados de tiendas que se han levantado en la región.
Su conclusión es amarga: todas las personas que le han consultado presentan los síntomas propios de un estado de estrés postraumático.
“Algunos dicen tener problemas de sueño o de apetito, otros se volvieron muy irascibles o agresivos”, explica. “Todos estos síntomas son problemas de estrés postraumático”.
Sevgi Dagli canaliza toda su energía ocupándose de su bebé, nacido 15 días antes de la catástrofe.
La joven madre, de 22 años, dice que no puede compartir sus emociones. “Me lo guardo todo para mí”, dice mirando a su pequeño.
Ahora piensa en marcharse de la zona, porque “cuantos más escombros se retiran, más polvoriento se vuelve el aire”.
“Supongo que no es bueno para la salud”, dice tras un silencio. “Me parece que en realidad ya no sabemos ni lo que hacemos”.