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El sufrimiento ajeno como correlato de nuestro bienestar

Mi admirado amigo Rafael Ciprián acaba de enviar a sus contactos, dentro de los cuales lógicamente me encuentro, esta joya del grupo musical “Expresión Joven” contenida en el enlace que aspiro haga de introito a este artículo. “Expresión joven” fue un grupo que existió en la década de los años setenta y que, a muchos de nuestra generación, estimuló para entrar y mantenernos en las luchas revolucionarias de la época.


Entonces eran la biografías de Fidel, la poesía o el drama de Bertolt Brecht, los trabajos de Antonio Gramsci o las obras de Máximo Gorki las piezas culturales a partir de las cuales se activaban nuestra ansias de cambio radical (de revolución). Hoy, cuando nuestra polvorienta memoria parecería haber aparcado en el arcén del olvido estas formadoras experiencias, entrar en contacto con ellas nos llena de nostalgia. Evoco entonces al “poeta de la cotidianidad”, Mario Benedetti, cuando escribió: “El mundo, cuando va mejor es una nostalgia, y cuando va peor, un desamparo, y siempre, siempre un lío”.


Y quisiera quedarme solo con las nostalgias, con su dulce y embriagante aroma. Pero, de repente algo me aleja de ellas. Surge, intempestivo en mi memoria, el verso que tortura, el que alude al “lío”, porque es lo que se arma dentro de mí al asociarlo a una triste sentencia, también de Benedetti, cuando escribió: “Ya somos todo aquello contra lo cual luchamos una vez”.


Y, ya un poco aturdido, se me ocurre lanzar una especie de último grito. Algo así como una última patada de futuro ahogado, que resuma los anhelos de entonces que el tiempo volvió marchitos, así, como acaso el tiempo trocó aquel tierno “Barquito de papel” de Serrat en el temido “Tiburón” de Rubén Blades.


Decir a nuestra juventud que, la única vez que sentimos nostalgia de nuestra vocación hacia lo pagano, es cuando el dolor ajeno nos lastra y advertimos que fuimos capaces de cambiar el politeísmo del “nosotros” por el monoteísmo del “yo”, todo lo cual nos ocurre en cada situación en que descubrimos que el dolor ajeno deviene odioso correlato de nuestro particular bienestar.


Y entonces, sintiéndonos responsables por ese dolor ajeno, nos atrevemos a recitar, de memoria, este postulado monumento de la “Ética de la otredad” de Enmanuel Lévinas que dice: “Siendo los demás, es como llegamos a ser nosotros mismos”. Y, por qué no, este otro de Jean Ziegler que reza: “Soy el otro, el otro es yo. El otro es el espejo que permite al yo reconocerse. Destruirlo significa aniquilar la humanidad que hay en mí. Su sufrimiento, aunque me guarde de infligirlo, me hace sufrir”.

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