AP
San Salvador, El Salvador
Jesús Joya dice que su hermano era “especial”. A sus 45 años era como un niño, le gustaba complacer a los demás. Nadie lo confundiría con un pandillero. Sin embargo, la última vez que Jesús lo vio, Henry abordaba un autobús que lo llevaría a la cárcel.
“Henry, vas a salir. Tú no has cometido ningún error”, gritó Jesús.
Desde su asiento, Henry respondió despidiéndose con la mano. Un policía le dio un manotazo en la cabeza.
Tres semanas antes, el 26 de marzo, las pandillas en El Salvador habían matado a 62 personas en todo el país, lo que desató la indignación nacional. El presidente Nayib Bukele y sus aliados en el congreso emprendieron una guerra contra las pandillas y suspendieron los derechos constitucionales de la población.
Casi siete meses después, ese “estado de excepción” sigue siendo popular. Sin embargo, los pandilleros no son los únicos atrapados en esta caótica operación de las autoridades que ha tenido consecuencias mortales.
Los más de 55.000 detenidos han abarrotado el sistema de justicia, ya de por sí saturado. Los acusados prácticamente no tienen esperanza de que los jueces atiendan su caso de manera individual, pues celebran audiencias de hasta 300 acusados a la vez; y los abogados de oficio están inundados con pilas de casos.
Los detenidos a partir de la más mínima sospecha están muriendo en la cárcel antes de que las autoridades revisen sus casos detalladamente. Según una red de organismos no gubernamentales que intenta rastrearlos, por lo menos 80 arrestados durante el estado de excepción han muerto sin que se les haya declarado culpables.
El gobierno no ha dado cifras y ha negado a estos organismos las solicitudes de información pública sobre las muertes. Las autoridades dicen que la información sólo se hará pública dentro de siete años.
En las cárceles, la vida es inhumana. La administración de Bukele rechazó las solicitudes de AP para visitarlas. Los acusados desaparecen en el sistema y son las familias quienes tienen que rastrearlos. Un mes después de que arrestaran a Henry, los agentes penitenciarios del Centro Penal de Mariona, al norte de San Salvador, le dijeron a Jesús que Henry ya no estaba en el penal. No le dieron más información.
El fotógrafo de un periódico local había fotografiado a Henry, vestido en el uniforme blanco del penal, y a Jesús entre la multitud mientras se lo llevaban. Durante más de dos meses, Jesús había llevado el recorte de esa foto a todas las cárceles de El Salvador, y luego a todos los hospitales.
¿Ha visto a este hombre? ¿Ha visto a mi hermano?, preguntaba.
Cuando la policía y el ejército se desplazaron por todo El Salvador para emprender su campaña de arrestos, Bukele tuiteó la cifra diaria de “terroristas” detenidos y afirmó, enérgico, que les haría la vida imposible.
La policía y el ejército cercaron barrios o pueblos, montaron retenes y buscaron de puerta en puerta. Se llevaron a gente parada en la calle, de camino al trabajo, en sus trabajos, en sus casas. A veces, un tatuaje les llamaba la atención o una foto en el teléfono de alguien. En ocasiones llevaban listas de nombres, personas que tenían antecedentes penales o roces con la ley. Animaron a informantes anónimos a dar pistas sobre miembros de pandillas o sus colaboradores.
Los legisladores hicieron tiempo: suspendieron el acceso de los arrestados a abogados, extendieron el periodo en el que una persona puede estar detenida sin cargos de tres a quince días, y aumentaron cuánto tiempo pueden pasar presos antes de ser juzgados. De forma casi automática, los jueces enviaron a los detenidos a la cárcel seis meses mientras sus abogados intentaban armar sus casos.
El año pasado, una reforma legislativa cuya motivación real parece ser llenar las cortes con los aliados de Bukele, jubiló a un tercio de los jueces con más experiencia del país.
En las sesiones, jueces sin nombre emitieron sus fallos, escondidos del público. Los motivos por los que dejaron libres a algunos y arrestaron a otros son igual de vagos.
Los jueces en activo están bajo una presión absoluta de seguir la línea del presidente para proteger sus empleos, asegura Sidney Blanco Reyes, una de las jueces a quienes obligaron a renunciar. “Es como que el destino de los privados de libertad depende de lo que diga el presidente.”
El juez Juan Antonio Durán es uno de los pocos en el estrado que se ha manifestado sobre la gravedad de la situación. Debido a una propuesta que circula en el Congreso, la carrera judicial de Durán podría llegar a su fin a principios del próximo año si los legisladores reducen a 25 el número de años que un juez puede ejercer.
“La impotencia que sentimos nosotros es enorme. Da tristeza ver cómo están tratando a la gente, porque hay mucha gente inocente, privada de libertad”, afirma Durán. Incluso los culpables merecen un juicio justo, sostiene.
Algunos comandantes de la policía impusieron cuotas de arrestos y animaron a los oficiales a maquillar los detalles.
Dentro de poco se volvió evidente que el plan del presidente sólo contemplaba los arrestos masivos.
En mayo del año pasado, el Congreso expulsó a los miembros de la cámara constitucional de la Suprema Corte y los sustituyó con jueces leales a la administración. De la noche a la mañana, la corte pasó de controlar el poder de Bukele a darle luz verde para reelegirse pese a la prohibición constitucional vigente, algo que él mismo confirmó que haría el mes pasado.
A decir de Durán, los nuevos jueces no han resuelto una sola petición de “habeas corpus” —obligar al Estado a demostrar que la detención de una persona está justificada— de nadie detenido bajo el estado de excepción.
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