Puerto Príncipe en su vida diaria, es una ciudad vibrante, llena de vida a todas horas, que la magia de la noche caribeña hace que la vida nocturna sea de una alegría contagiosa.
La noche del 31 de diciembre de 1990, la capital haitiana hervía de entusiasmo popular porque, a más de las fiestas tradicionales de “noche vieja” la alegría del pueblo se acrecentaba por la muy reciente elección del Padre Jean Bertrand Aristide a la presidencia de la República.
La población no durmió, y cuando la naciente aurora pintaba de rosa las casas de las colinas, los cerros, los macizos de Boutilliers y otros que rodean la ciudad de Puerto Príncipe, todavía había por las calles, grupos de muchos trasnochadores. Pero no todo el mundo compartía la alegría popular. En los lujosas villas de Petionville, muchos de sus moradores sentían grandes recelos por las declaraciones populistas del Padre Aristide. Otro sacerdote, de mayor categoría eclesiástica que la que había alcanzado el nuevo presidente, preparaba el sermón que dirigiría a sus fieles en la próxima misa, que con motivo del Nuevo Año, ofrecería en la catedral de Puerto Príncipe. El arzobispo de Puerto Príncipe, monseñor François Wolf Ligondé, miembro del grupo conservador de la jerarquía católica haitiana sería el celebrante. Ligondé había sido confesor de Papa Doc. Era hermano de la señora Enat Benet, madre de Michelle Benet, divorciada y casada en segundas nupcias con Baby Doc. El leit-motiv era hostil al presidente electo, y profetizó que con ese régimen se preguntaba ¿estaremos en la ruta hacia un régimen autoritario, o una nueva dictadura bolchevique?
Esta pregunta que hacía el arzobispo Ligondé quedó vibrando en el aire de esa mañana de Año Nuevo. Pero es indudable que fueran captadas por muchos oídos. En algunos, fueron asimiladas a sus más íntimos propósitos, ya en proceso de ejecución. En otros, quedaron latentes como en una bomba, cuyo dispositivo de seguridad podía soltarse en cualquier momento. Esto ocurrió, pocos días después, el 6 de enero cuando seguidores del doctor Roger Lafontant, siguiendo sus instrucciones secuestraron en su domicilio, a la señora Ertha Pascal Trouillot, presidente de Haití, y la llevaron al Palacio Nacional en donde el doctor Lafontant, quiso obligarla a firmar su renuncia.
Pero el golpe de Estado se vino al suelo, y el doctor Lafontant fue apresado, cuando el ejército haitiano obedeció las órdenes de su comandante en Jefe, el general Herard Abraham, quien se mantuvo leal a la Constitución. Eso evitó en esos momentos, un baño de sangre al pueblo haitiano. Pero antes, grupos levantiscos, recordando las palabras que quedaron flotando, del sermón de monseñor Ligondé fueron a tomarle cuenta, y al no encontrarlo, incendiaron la catedral y los archivos del Consejo Episcopal. Luego se dirigieron a la Nunciatura, que incendiaron golpeando al secretario y dejándolo malherido. El nuncio papal, monseñor Giuseppe Leanza, se escondió. Luego, las turbas hicieron daño a los locales de otras instituciones religiosas. El ejército restableció el orden y en un comunicado firmado por el general Abraham y otros altos oficiales, pidió calma al pueblo. Se supo que monseñor Ligondé estaba en nuestro país, pero del Nuncio Leanza, nada se sabía.
El día 7 de enero, yo estaba en mi despacho de la Cancillería, atento a lo que ocurría en esos momentos en Puerto Príncipe. Todo lo que ocurra en Haití, ya sea positivo o negativo, es de vital interés para nosotros. Parodiando un dicho popular, podemos decir que “cuando en Haití hay gripe, nosotros estornudamos”.
En una de las tantas llamadas telefónicas que se recibían a cada instante, aunque no todas se relacionaban con Haití, hubo una que provenía de Washington. Su motivo, por esas circunstancias haitianas, me condujo a meterme, más activamente, en los acontecimientos que tenían lugar en Puerto Príncipe. Quien estaba al otro lado de la línea era el doctor Francisco Aguirre, editor del Diario Las Américas, de Miami, cuya entrañable amistad y confianza se puso a prueba en muchas circunstancias. El doctor Aguirre me dijo que tenía a su lado al cardenal Pio Laghi, prominente miembro de la Cumbre del Vaticano. El nombre del cardenal Laghi no me era desconocido ya que había sido nombrado para sustituir a monseñor Lino Zanini en la Argentina en las postrimerías de mi misión como embajador allí, aunque todavía no se le había concedido el capelo cardenalicio y no llegó hasta después de mi retirada de Buenos Aires.
El doctor Aguirre quería solicitar mi ayuda para averiguar el paradero de monseñor Giuseppe Leanza, el nuncio apostólico en Haití, de quien no se sabía nada después del ataque popular al edificio de la Nunciatura. Desde mi despacho en Santo Domingo, tomando en cuenta la caótica situación en la capital haitiana, lo que hacía más dificultosa la búsqueda, emprendí la tarea.
Tenía dos vías para realizarla. La primera era la normal, la de nuestra embajada en Haití. Y por ahí comencé. Llamé al embajador José del Carmen Acosta y le encargué del asunto.
La otra vía era la de un periodista, muy ligado a los servicios de información, tanto oficiales como privados, que había en Puerto Príncipe. Le hablé del caso y esperé.
No pasó una hora, cuando el periodista me llamó, informándome que monseñor Leanza estaba en la estación o cuartel de la Policía, en Petionville, no en calidad de detenido, sino como protección. La información incluía el número de teléfono en Petionville, al cual llamé inmediatamente.
Me respondió un cabo de la Policía, que prefirió hablar en creole, del cual apenas entendí unas diez o doce palabras, que eran, poco más o poco menos, el número de palabras que el cabo sabía de español. Pero nuestra conversación fue captada por monseñor Leanza, quien se dio cuenta que era de él de quien se hablaba. ¡Lo habíamos encontrado! Le informé el motivo de mi llamada y le dije que en unos diez o quince minutos trataría de establecer comunicación con Washington, vía Santo Domingo.
Llamé a Washington, y con la ayuda de Codetel, establecimos una conferencia tripartita, Santo Domingo-Petionville-Washington, creo que fue la primera vez que se realizó en nuestro país este tipo de conversación telefónica en conferencia.
Una hora y media después de la llamada del doctor Aguirre, el cardenal Pio Laghi, conversaba con el nuncio desaparecido. El embajador Acosta también encontró el lugar en donde estaba el nuncio. Su informe me llegó unas dos horas después, pero su gestión fue eficaz para ayudar a que el nuncio saliera al exterior. Supe luego que monseñor Leanza fue nombrado nuncio en Bosnia-Herzegovina y Estonia. Me parece que de la “sartén saltó al fuego”. El secretario de la Nunciatura fue trasladado a Santo Domingo para recibir atenciones médicas. Estas gestiones las realicé por solicitud del Nuncio Papal en Santo Domingo. El secretario tenía lesiones de tanta gravedad que su recuperación le llevó unos tres meses.
CON ARISTIDE EN LA ONU
—En nombre del maltratado pueblo haitiano, yo pido ante la comunidad internacional aquí reunida, que se condene a la República Dominicana para cumplir reparaciones por los maltratos que hacen contra los inmigrantes haitianos en ese país.
Con esta acusación el orador le cortaba las dos alas al pájaro del que había hablado antes en el mismo discurso. Estas palabras las había pronunciado el presidente Jean Bertrand Aristide en la sesión del 27 de septiembre de 1991, en el 46º período de sesiones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas. Yo escuchaba desde el banco de la República Dominicana, donde estaba presente en el salón de sesiones de la Asamblea General por segunda vez en mi vida.
Después, cuando los periódicos publicaron las fotos de la sesión, y al contemplar los videos, me di cuenta que tan pronto el presidente haitiano comenzó sus acusaciones contra nuestro país, todas las cámaras de televisión se concentraron en el banco dominicano.
En una de las fotos, observé que yo aparecía muy tranquilo, escuchando lo que el orador decía, mientras que mi esposa me miraba con aire interrogativo. En ese momento recordaba que hacía exactamente cuatro años, que, en ese mismo salón yo había pedido para Haití ayuda internacional, amplia y generosa.
En esta ocasión, en momentos que Aristide hablaba, pensé en hacer un gesto de disgusto, levantarme de mi asiento, abandonar el salón con toda mi delegación, al igual que lo habían hecho algunas delegaciones en casos similares. Pero reaccioné a tiempo, y no quise presentar un “show” que muchas veces no es más que eso, pura exhibición. Cuando concluyó el discurso, una nube de periodistas se abalanzó sobre mí para acosarme con preguntas, a las cuales respondí diciéndoles que el gobierno dominicano respondería adecuadamente, en el momento que considerara oportuno, porque una respuesta impulsiva ahora, sería prestarse al juego político ideado por Aristide para buscar lo que se llama un “chivo expiatorio”, como recurso para unificar, en nombre del patriotismo, a los grupos disidentes a su política, que comenzaban a aflorar en Haití.
Tres días después, Aristide fue derribado por un golpe de Estado.
Concluido su discurso, el presidente haitiano se dirigió a otro salón para sostener un encuentro con el GRULAC, el grupo latinoamericano de la ONU.
El embajador Virgilio Alcántara, jefe de nuestra misión en el organismo internacional, me preguntó si nosotros íbamos a asistir a esa reunión. Le contesté que iríamos, y le dije que de no hacerlo, sería un gesto de poca elegancia, y de mucho menos profesionalidad diplomática.
—Y en caso, que lo dudo, que Aristide continúe con las acusaciones contra la República Dominicana, entonces sí que me voy a levantar para responder a sus acusaciones.
Pero esta vez, el discurso del Presidente Aristide fue para desentrañar el sentido esotérico de la palabra Lavalás, el nombre de su partido. Es usado en el sentido mesiánico que él quiso dar a su política, cuando afirmó que desde el momento en que fue elegido, un rayo de luz había surgido del territorio haitiano para iluminar las esperanzas de los pobres del continente americano.
Después de terminadas sus palabras, todos los presentes se acercaron para saludarlo, yo entre ellos. Cuando me vio, al darme la mano, me preguntó:
—Viceministro, ¿el embajador Casimir ya habló con usted?
—No, señor Presidente.
—Pues él le va a hablar ahora.
Jean Casimir era entonces el embajador de Haití en Washington. Desde hacía muchos años llevábamos una relación de correcta y recíproca amistad y confianza. Lo que me dijo Casimir era que el Presidente Aristide quería hablar conmigo en privado, y preguntaba si yo estaba dispuesto a visitarlo en su hotel. Le dije que sí.
En ese momento, Aristide se dirigía a la Catedral de San Juan el Divino donde se reuniría con un grupo de residentes haitianos en Nueva York. Le informé del teléfono y número de la habitación del hotel en donde estaría hospedado. Y hacia allí me dirigí para esperar la llamada.
Mientras tanto, me puse en comunicación telefónica con el Presidente Balaguer a quien le informé de todo lo que acabo de narrar, enviándole también una copia del discurso de Aristide en francés, y su traducción al español.
La llamada que esperaba llegó a las diez de la noche. Era del embajador Casimir quien, me presentaba las disculpas del presidente Aristide por no haber podido reunirse conmigo, que tanto le interesaba. Había tenido que salir urgentemente hacia Miami desde donde me llamaría. Vale decir que esta llamada no se realizó.
Después de esto, y ya en el exilio, tuve oportunidad de hablar con Aristide por teléfono en varias ocasiones. Una vez por una llamada que yo le hice, y las otras él fue quien las hizo desde Washington, Miami y Caracas, esta última desde el despacho del presidente Carlos Andrés Pérez. Esto será narrado con más detalles.
Pero después de esa tarde en la ONU, nunca más, hasta el momento en que escribo esto, hemos vuelto a conversar cara a cara. Se han concertado entrevistas a realizarse en Caracas, Washington, Miami y, por un motivo u otro, a última hora, Aristide las ha cancelado, explicando los motivos, que son muy válidos.
En una ocasión Aristide le dijo a un canciller en los últimos días del gobierno del presidente Balaguer que yo era el único amigo que él tenía en la República Dominicana, una opinión que me parece no limitativa, porque yo sé que él tiene amigos y hasta partidarios en el país.
No obstante, espero y confío que Aristide y yo volveremos a conversar, aunque de mi parte, ya no será una conversación oficial. Ya no soy un diplomático activo, pero sí receptivo y observador, y además, para bien de ambos pueblos, creo que puedo ayudar, y eso lo saben muchos haitianos. Y Aristide también.
CON EL PRESIDENTE GEORGE W. BUSH
Al día siguiente al discurso de Aristide, se me ofreció la oportunidad de conversar, en dos ocasiones, con el presidente de los Estados Unidos, entonces el señor George W. Bush, padre, quien ya había expresado sus intenciones de buscar su reelección en los comicios que tendrían lugar en noviembre del siguiente año.
El primer encuentro fue en un almuerzo que le ofreció el secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, en el comedor de gala del organismo internacional. Cuando los presentes, que éramos pocos, fuimos a saludarlo, tuve la oportunidad de hablarle con alguna amplitud, porque al escuchar el nombre de la República Dominicana, me retuvo un rato, interesado por saber, aunque fuese brevemente, algo más sobre mi país.
En la noche de ese mismo día, Sarah y yo habíamos sido invitados a una recepción que el presidente Bush y su esposa Barbara ofrecían a un grupo de participantes en la Asamblea General de la ONU.
El agasajo tuvo lugar en uno de los salones del Waldorf-Astoria. Cuando llegamos, Sarah pasó sin problemas por el detector de metales que manejaban dos jóvenes miembros del FBI. Pero cuando yo tenía que pasar, un agudo sonido de alarma me hizo detener. El joven me invitó a pasar de nuevo, después que yo saqué un llavero, pero la alarma volvió a sonar. Sarah que me esperaba y yo que estaba pasando bajo las “horcas caudinas”1, nos estábamos poniendo nerviosos, pero el agente resolvió la situación diciéndome:
—Usted no tiene aspecto de llevar una bomba oculta. Pase, señor.
A la noche siguiente, Sarah y yo asistimos a otra recepción que ofrecía el presidente de Corea del Sur en el hotel Plaza. Y en el momento de pasar por los detectores, allí estaban los mismos agentes del FBI de la noche anterior, quienes al verme, se sonrieron y me permitieron entrar sin el chequeo de rigor.
Volviendo a la recepción del hotel Waldorf-Astoria, cuando entramos al salón dos muchachas del protocolo de la Casa Blanca estaban organizando a los invitados para el saludo al Presidente y a su esposa. Al verles, Sarah y yo nos dirigimos a un lugar alejado, a esperar que nos llamaran. Ya habían llegado muchos invitados, entre ellos dos primeros ministros, el de Australia y el de Francia. También estaba el canciller del Reino Unido. Yo no era más que un subsecretario y nos dispusimos a esperar, lo cual fue más pronto de lo que había pensado porque una de las chicas se nos acercó y nos invitó a seguirla. Con asombro vi que llevaba a Sarah a la cabeza de la fila, delante del primer ministro de Australia que era el primero.
Después seguía el de Francia, luego el canciller del Reino Unido y detrás de éste me colocó a mí. Cuando Sarah fue presentada al presidente y a su esposa, él le recordó que ya me había conocido esa mañana y le preguntó: “¿Dónde está?”, y al echar una ojeada me vio y en seguida dijo: “¡Oh! Ahí está!” Entonces, tanto el canciller inglés como el francés y el australiano se hicieron a un lado para que yo pasara.
Por un breve momento Sarah y yo conversamos con el Presidente y su esposa. Luego la señora Bush llamó al secretario de Estado James Baker, que estaba distraído hablando con otra persona, para presentarle a mi esposa.
Ya yo lo había conocido en el almuerzo en la ONU. Recuerdo vivamente la escena. En el salón, no muy grande, el Presidente de Estados Unidos, su esposa, el secretario Baker, Sarah y yo conversábamos mientras la fila de invitados esperaba. En el momento de despedida le deseé al presidente: Good luck. Él entendió mi salutación de buen deseo y me respondió en español:
—Gracias, porque la voy a necesitar.
No obstante los buenos deseos y sus esperanzas, la suerte no le fue buena en las elecciones celebradas el 6 de noviembre de 1992, que era el primer martes después del primer lunes de noviembre, como lo prescribe la Constitución de Estados Unidos.
Quizás los buenos deseos de esa noche cayeron sobre su hijo del mismo nombre.