La Constitución, como norma fundamental de la nación, es la diosa suprema del ordenamiento jurídico, social, económico y político de la República Dominicana. Ninguna ley, ya sea adjetiva, orgánica o especial, puede reñir con sus disposiciones.
Ciertamente, todas las reglas jurídicas, tales como las leyes, decretos, resoluciones, reglamentos, actos, sentencias, ordenanzas tienen que someterse al orden establecido por la Constitución.
Y cualquiera de esas normas, sin importar las circunstancias que se presenten, que entre en contradicción con la diosa jurídica, es nula de nulidad absoluta. Así lo consagra el artículo 6 de la Constitución.
Todos los poderes, ya sea el Legislativo, el Ejecutivo o el Judicial; o los extra-poderes, como el Tribunal Constitucional (TC) y el Tribunal Superior Electoral (TSE), así como los órganos administrativos centralizados o descentralizados del Estado están en la obligación, según sus competencias y atribuciones, de declarar la nulidad de los actos, actuaciones y regulaciones que entren en contradicción con la Carta Magna.
Ninguno de esos poderes, órganos y organismos debe, bajo pretextos coyunturales y complacientes, negarse a cumplir su imperativo categórico, al modo del filósofo alemán Inmanuel Kant, de garantizar el orden constitucional establecido.
Incurriría en faltas graves y permitirían que el sistema se corrompa y se desacredite hasta el grado de que los ciudadanos no confíen en ellos ni en el orden social en que viven.
Lamentablemente, esos efectos de la desconfianza en las autoridades se están generalizando en el país, producto precisamente del dejar hacer y dejar pasar y de actuar según las conveniencias de grupos económicos y partidos políticos. Cuando la cabeza anda mal, todo el cuerpo sufre.
Hemos afirmado muchas veces que un funcionario que viola la Constitución y, por tanto, la dignidad humana y demás derechos fundamentales de las personas, comprobado por sentencias con autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada, debe renunciar al cargo que ocupa o ser desvinculado de inmediato de la función pública. Y los sectores vivos de la sociedad tienen que jugar su rol de denunciantes de los conculcadores de derechos y exigir su destitución por los medios legales existentes.
Jürgen Habermas nos ha enseñado que, en un régimen democrático, todos somos intérpretes de la Constitución. Nadie tiene el monopolio en ese sentido, aunque el TC, conforme al artículo 184 del Pacto Político, es el máximo en ese ejercicio, y tiene la última palabra en ese sentido.
Todos podemos y debemos participar en la necesaria y urgente tarea de respetar y hacer respetar los principios, valores y normas de la Constitución, que es nuestra diosa suprema del ordenamiento jurídico.