Espíritu Santo
La isla Espíritu Santo era un remanso de paz en un país, El Salvador, donde las pandillas o maras habían impuesto el terror y la violencia con asesinatos y extorsiones. Pero llegó el régimen de excepción del presidente Nayib Bukele para luchar contra esas agrupaciones, y de pronto una serie de llamadas y acusaciones “falsas” empujó a una veintena de isleños a la cárcel por “colaboradores”.
A la isla, situada en una bahía en el Pacífico, se llega después de 15 minutos en lancha partiendo del muelle de Puerto del Triunfo, en el sureste del país.
Rodeada por manglares, sus más de mil habitantes dependen sobre todo de una cooperativa que se dedica a la comercialización de coco y sus derivados, como el aceite.
Para evitar una sobreocupación de la isla, nadie se puede asentar sin recibir el visto bueno de las autoridades del lugar, donde además cuentan desde hace décadas con un destacamento militar permanente y un puesto de control en el que se solicita la identificación al que entra.
Todo esto impidió que las pandillas, muy presentes en tierra firme, extendieran su dominio hasta allí. Es una “isla sana”, repiten los vecinos.
“Nosotros no sabemos qué es la delincuencia. Gracias a Dios aquí nunca han dicho que fulano ha amanecido muerto porque lo han matado por arma, nunca, nunca, aquí es una isla bien sana”, explica a EFE Silvia Yanira Hernández, de 55 años, en el patio de su casa.
La situación no era igual en el resto del país. Solo entre el 25 y 27 de marzo de 2022 fueron asesinados por las pandillas 87 salvadoreños.
Ese mismo domingo 27 el Parlamento aprobaba, a petición de Bukele, el régimen de excepción, que como denunció Amnistía Internacional, suspendía garantías procesales como la presunción de inocencia, permitiendo la detención arbitraria.
Según datos oficiales, hasta el mes pasado las fuerzas de seguridad salvadoreñas arrestaron bajo el régimen de excepción a más de 75.000 supuestos miembros de pandillas o colaboradores.
El régimen, dicen, logró lo inimaginable: descender la tasa de homicidios en el país de 106 por cada 100.000 habitantes en 2015, a los 2,4 de 2023, convirtiendo al país centroamericano, en palabras de Bukele, en el más seguro de Latinoamérica.
PRESOS POR “UNA LLAMADA”
Entre esos detenidos se encuentra el hijo de Silvia Yanira, de 38 años. Se lo llevaron una tarde de mayo de 2022 por “una llamada”, le dijo a su nuera uno de los policías.
Ese día estaba en casa enfermo y no había ido a trabajar a la cooperativa, donde cuidaba animales. “Me dijeron que iba por investigación por 15 días (…) ya entró a 21 meses y no sé nada de mi hijo”, lamenta.
En ese tiempo incluso se “lo dieron por muerto”. Lloró y lloró. “¿Cómo voy a ir a traer el cuerpo de mi hijo?”, se decía. Comenzó a recibir llamadas de amigos de su hijo Saúl Antonio Blanco en Estados Unidos, muy popular después de haber jugado en la selección nacional de fútbol playa, diciendo que ellos se ocuparían de la “caja”. Había sido una falsa alarma.
José Armando Revelo, de 35 años, también se encontraba en casa cuando se lo llevaron una noche de julio de 2022.
Su madre Ana Gladys Revelo, de 54 años, recuerda cómo llamaron a la puerta tres soldados y preguntaron por su hijo. “Decía yo, Dios mío, entregar a mi hijo -pausa larga, llora- Le dije, ‘sí, aquí vive'”.
La mujer repite que su hijo es inocente, que nunca ha habido “mareros” en la isla y que él se dedicaba a manejar una lancha de la cooperativa, nada más.
Debido al régimen de excepción no tiene comunicación alguna con su hijo, pero Ana Gladys no desiste. Acude todos los meses a la prisión a llevarle su “paquetillo” con galletas, cereal, detergente, pasta, jaboncito… a veces también ropa, sin saber si recibe algo. Solo le dicen: “Ahí mismo está él”, sin verlo.
Ana Gladys tiene un dedo con la marca de tinta después de haber participado en las elecciones del 4 de febrero, en las que Bukele, tras saltarse la prohibición que impedía la reelección en El Salvador, obtuvo una rotunda mayoría con más del 82 % de los votos, alzado por su lucha contra las pandillas.
Al preguntarle por quién votó, reconoce que lo hizo por Bukele.
“Yo sé que el presidente los va a sacar porque son inocentes”, dice Ana Gladys, emocionada.
Mientras, organizaciones como el Centro de Intercambio y Solidaridad (CIS) y Socorro Jurídico Humanitario (SJH) destinan parte de sus recursos a la defensa de los arrestados en la isla, donde ya han conseguido la liberación de al menos siete de los 26 detenidos.
Ingrid Escobar, de SJH, está indignada. Explica en una entrevista por videollamada con EFE que el caso de la isla Espíritu Santo es un ejemplo claro de todas las injusticias que se han cometido durante el régimen de excepción, con al menos 23.000 detenidos “completamente inocentes”.
En la isla “nunca ha habido pandillas”, pero como se les impuso un cupo de arresto a las fuerzas de seguridad, “fueron y capturaron sin criterio alguno”, o basados en falsas acusaciones o chismes.
El colmo de esta situación, dice Escobar, fue la captura de dos miembros de la comunidad LGTBI, “la incoherencia más grande”, porque las pandillas en El Salvador son homófobas, persiguen a estas personas.
La activista se refiere a Sandra Leticia Hernández, de 42 años, y su pareja, Eidi Roxana Claros, de 44.
COMUNIDAD LGTBI, VÍCTIMA DE LAS PANDILLAS Y EL “RÉGIMEN”
Sandra, a la que su “compañera de vida” llama ‘Alejandro’, conduce una moto-taxi en la isla. Es fuerte, enérgica. En su vehículo, con una parte frontal para pasajeros o carga, recorre los caminos de tierra llevando turistas, lugareños o sacos con moluscos. No para.
Y es que no puede parar, dice, porque necesita cada centavo para llevarle el paquete mensual a su pareja, encerrada desde hace casi un año. A Sandra la liberaron pasado un mes por una operación. La habían detenido porque, según le dijeron, otros taxistas de la isla, “machistas” cansados de que se llevase más clientes por su buen hacer con la gente, la acusaron de ser pandillera.
Ocurrió de noche. Los militares aparecieron en su vivienda de varas de hoja de palmera y se la llevaron. Pero Eidi, preocupada por su pareja, acudió a la comandancia para tratar de hacer algo, y allí un oficial le dijo, sin orden alguna: “Venite” también.
De allí las llevaron a la cárcel de mujeres de Apanteos, donde las encerraron juntas en la misma celda, con casi un centenar de reclusas. Hasta que un día sin esperarlo, recuerda Sandra, la llamaron y la pusieron en libertad para operarla. Desde entonces no sabe nada de Eidi.
“Y es lo que más quisiera, que ella viniera, si el presidente diera la oportunidad de que uno elija, yo pediría que me metieran a mí, pero que me la sacaran a ella porque duele que, de la nada, porque tenés preferencia sexual diferente y para muchos no está bien… pero el único que tiene que juzgarnos de esa manera es Dios (…) Y es injusto que por el machismo esté ahí detenida, no sé si come, si duerme bien, no sé si está enferma, porque solo nosotros nos cuidábamos”, explica Sandra, entre lágrimas.
“Y duele ir al portón del penal y no verla, no saber ni cómo está, no sé ni cuánto tiempo me la van a tener”.